Sunday, April 4, 2010

Isuko


La luz del bar me regalaba el par de manos nerviosas en la mesa escondida jugando, con un cigarrillo apagado; añadían, Esta gente… odia el silencio. Se refería los del teatro. Acabábamos de escapar de una pieza físicamente inaguantable. El público estaba peor; se paraban, tosían, hablaban casi a gritos. Compartí las frustraciones y fabriqué una mirada con restos de juventud, esperanzado en que ese gesto me la devolviera como la besé en Washington hace cuatro inviernos, antes de la belleza arrebatadora de Tamiko se convirtiera en el ayuntamiento que invitaba locuras. Sé que la llamarás, dijo Isuko, haciéndole una seña a nadie con la copa vacía; rogando que cualquier mesero la salvase de la ruina. Siempre es demasiado tarde. Hay una duda en tu silencio, mentí. Eso me dio tiempo para alcanzarla, besarla sin miedo. El mesero, que se llamaba Eurípides –lo repitió–, dejaba la botella. No quería emborracharme esa noche, ni confesarle que había invertido todo este tiempo en construir, con restos de olvido y perfume de sudores, un puente que me alejara de Tamiko y me acercara a esta mesa, a la posibilidad de terminar ese vino, pedir otro y llevarlo a mi habitación y dejarlo definitivamente a la mitad. Entonces, en el momento de la noche en que yo no podía desear otra cosa que arañarnos, ella mantuvo el tema principal, descubriendo mi farsa, buscando en mi cara vencida, un motivo para alargar su madrugada que era mi noche y mi ayer y quizás sacarme alguna confesión de la vida con su hermana, esa otra mujer, como ella sin una pizca de ironía, la llamaba. Pero la confesión, inesperada, llegó mucho después, mostrando impúdica el dolor desde aquel lado de la mesa que era otro mundo y otra tarde de sol; una patria a los trece años. Una playa calma. La odio. Tú no lo sabes; quizá ni te interese… ella es como esa gente eliminable; morúpidos que hablan y sacan el celular en los cines, en los teatros. Gente, absurda, totalmente dispensable.

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