lenny
Desde que se mandaron a la mierda el apartamento naufraga en esta única saudade. Sin Tamara alrededor regalando su cuerpo de espiga morena con desgana, extendiendo los insomnios y deleitando el nervio del deseo, las paredes regresan a su estado sabor marrón. Rompieron en medio de las fiestas; escuché todo el pleito desde mi habitación y cuando Lenny dijo, Me cago en todo y cada palabra se metió por entre la plancha de plywood pintada de rojo oscuro que llamamos puerta, temblé seriamente despertando del insomnio; la voz de Tamara reclamando, que si esto y lo otro pero él no supo rogarle, no supo pedirle perdón porque el orgullo siempre puede más.
Yo estaba agotado; hace semanas no consigo pegar los ojos por más de dos horas consecutivas. Así fue como en la duermevela de esa antesala de Navidad quise ser él, definitivamente él al otro lado del cartón rojo madera y decirle: Pero chica Tamara, fíjate que quizás en la calle te van a querer más o menos pero como yo nunca nadie… Luego le hubiese admitido las faltas más graves, extendiendo los brazos para empujarla al rincón y cansarme de apretarla. La cara de almendra de Tamara se reúne conmigo en algún lugar de una cercana juventud en donde ella aparece de memoria como una muchacha de ojos azules recogiendo platos rotos entre lágrimas y cantando, Preciso un abrazo fuerte, mucho; el calor de la asfixia que le aplicaría un torniquete sereno a la canícula del llanto.
La puerta del apartamento estaba abierta; como siempre triste de par en par. Me daba todo lo mismo que se metieran a robarnos el alma, ya estaba hasta la sirinilla de decirle a Lenny que ajustara los candados que para eso carajos estaban pero él nada; siempre dejando los balcones abiertos para que en medio de la madrugada uno fácilmente pudiera anhelar no despertarse jamás del sueño con algas y corales: el edificio está a menos de una cuadra de las murallas maltratadas por el Caribe Atlántico. Nuestra calle es un brazo de mar.
Las pesadillas de agua y salitre también incluyen balsas neumáticas y cayucos exagerados. Nada cambia: hay pueblos que todavía se lanzan al mar.
Pero siempre estuvo Tamara cerrando puertas y ventanas; Tamara para el pequeño viaje al mercado y hacernos comer caliente; Tamara madre con sus senos redondos del color de la caoba y las costillas lustrosas adivinando un vientre largo y luego el centro del gusto en donde debe guardarse el secreto malgastado por Lenny, mal aprovechado por Lenny, porque él es un niño consciente del mañana. El futuro es un veneno. Lenny como siempre ebrio desde que Tamara nos dejó. Son las ocho de la mañana y el energúmeno me convida la copa de vino; murmullo cualquier cosa sobre un café pero él extiende la mano embotellada sin mirarme y no me queda de otra que apurar un vaso porque el rojo casi se derrama en la alfombra y al sentarme en el asqueroso sofá y mucho antes del trago primero me enfrento al vacío en el fondo de la pared y le pregunto por el televisor pero lo único que hace luego de casi media hora y un sorbo de vino y un silencio es mandarse este ejemplar eructo, acompañado de la carcajada doblada del buen borracho y los dientes separados y babosos y los ojos muy abiertos. Ya estoy totalmente despierto (¿?) cuando me doy cuenta de que desde el asiento puede sentirse la ausencia casi total de los esplendores del apartamento, la ruina de las flores detenidas en la pulpa de lo angustioso, ropa muy ajena, ajada, lejana por el piso como un rompecabezas aliviado, la puerta del cuarto de Tamara clausurada y roja para siempre en la corta travesía, en la concavidad de su ausencia. Le cuesta escribir y cuando lo hace involucra abogados; no cede tan siquiera al fervor de la telefonía celular. De seguro Lenny ya sabe cómo intento comunicarme con Tamara donde quiera que esté pero para nada sirve la clave morse o las formas tradicionales de los apaches; ni my space ni facebook ni la puta nada.
Lenny sirve más vino y se me ocurre (¡!) que de seguro Tamara… la ausencia del televisor… claro, claro me digo, Tamara vino a recoger lo que quedaba de su repertorio, y a afincarse bien en la decisión de dejarnos para siempre, bien rotunda… Regresaría claro está, por el equipo de música y las bragas de arandelas encarnadas que no secaron nunca y se quedaron colgadas y abiertas en el baño chupándose la sal del aire de las heridas de arrecife que gobiernan esta pocilga sin ella. Todas las mujeres son unas putas, completó Lenny, clavando la puerta de Tamara con sus ojos rotos. La puerta de Tamara: unida al resto del mundo por tres bisagras y sin el favor de un llavín; tan sólo el ojo oscuro que en las mejores tardes ellos taparon con otra pieza de su ropa interior; púrpura. Todas las mujeres son unas putas, insistía, sin dejar en paz los ojos en la puerta mientras yo bebía mucho más vino porque había hasta el momento obviado el tema del televisor para no delatarme [¿era ella? ¿era definitivo? ¿era letal? ¿era un adiós?]. Regresé, henchido de cordura, a proponer el café negro pero nada más hice balbucear la palabra RESACA cuando me pidió que por favor me moviera a su lado opuesto y se me revela, en ese instante, la incomodidad que sentía en el coxis: nada menos que la pistola de Lenny, opaca; sí, la pistola y yo de lo más qué sé yo creyendo, Estoy sentado sobre el control del televisor y ella va a fókin regresar porque lo necesita, porque los mandos universales cuestan una fortuna; ela vai voltar para ficar com você. Compuse esa oración con fuerza tanto para que en verdad se cumpliera el ansia del retorno pero también para sacarme de encima el sabor a cobre de la mágnum que Lenny sujetaba ahora con el rostro desolado; se dejó ir hacia dentro del mueble y el cuerpo de mariapalito se torció en un ángulo de cuarenta y cinco y se dejó tragar mirando a la puerta de Tamara sellada de frágil rojo; la puerta, devolviéndole, roja, la mirada de ausencia. No pude nunca mirar hacia esa puerta porque ya era suficiente el imaginármelos armando sus piruetas de sabores; pensar en el sudor que no se detenía en las caderas de ella, poco proporcionadas, pero suficientes para dormir; encontrar en la tersura de sus nalgas la vibración perfecta de un barril de Mayagüez; el sexo del que se habla a lo íntimo, sin palabras, seduciendo.
Lenny se limpió el rayo de llanto y moco que le partía la nariz con la misma mano del arma que maniobró hasta sacar el peine, poniéndome en claro sobre lo que siempre evité reconocer: Tamara no volvería. Nos quedábamos solos; hermanados en esa suerte de tensión sorda y enana; el enfrentamiento cobarde entre Goliat y Goliat. Sin decir palabra reafirmó el absurdo vaciándole el peine a la pistola, contando las balas que caían en la alfombra plagada de colillas, tres latas de cerveza, medio hot dog reseco y el montón de dimebags. Tú sabes cuántas balas tiene el peine de una mágnum (¿¡!?) Iba a decir algo pero para qué. Así que cuando insistió en su argumento escupiendo el glande de la última bala, le dije Lenny, por tu madre… y ahí de nuevo me arrebató con la carcajada del néctar de la derrota y ahí la arteria del miedo me reajusta las vértebras, mientras él se arranca en una clase de balística, porte y tenencia de armas de fuego. No sabes de armas pero sabes de matemáticas, dijo, y otra vez los dientes separados, la lengua ennudándose, estropeando cada palabra. Si el peine coge tantas balas y quedan tantas en la alfombra, cuánto es tanto menos tanto… Y el recuerdo del conteo de hace poco regresaba como una melodía que los dedos torpes no consiguen memorizar para el teclado. La casa se estremece bajo una certeza de pólvora que se frota por las cuatro paredes y miro por fin hacia la puerta cerrada y veo la sangre; la sangre marcando un sinuoso compás por debajo de la puerta hacia la inmundicia de la alfombra… El secreto de la bala única que aguarda en el cielo de la boca de la mágnum. Quiero soñar que abro definitivamente la puerta; que soy arrancado del cansancio; que ella no regresó nunca para justificar sus razones; que él supo rogarle y pedirle que se quedara; quiero despertar y entrar a la habitación imaginada y tropezarme con el pecho abaleado del maleante que descubrió el secreto de los balcones abiertos de par en par y vio que era bueno, y se trepó para afanarnos el televisor y al regresar por el equipo de sonido, bang.
Yo estaba agotado; hace semanas no consigo pegar los ojos por más de dos horas consecutivas. Así fue como en la duermevela de esa antesala de Navidad quise ser él, definitivamente él al otro lado del cartón rojo madera y decirle: Pero chica Tamara, fíjate que quizás en la calle te van a querer más o menos pero como yo nunca nadie… Luego le hubiese admitido las faltas más graves, extendiendo los brazos para empujarla al rincón y cansarme de apretarla. La cara de almendra de Tamara se reúne conmigo en algún lugar de una cercana juventud en donde ella aparece de memoria como una muchacha de ojos azules recogiendo platos rotos entre lágrimas y cantando, Preciso un abrazo fuerte, mucho; el calor de la asfixia que le aplicaría un torniquete sereno a la canícula del llanto.
La puerta del apartamento estaba abierta; como siempre triste de par en par. Me daba todo lo mismo que se metieran a robarnos el alma, ya estaba hasta la sirinilla de decirle a Lenny que ajustara los candados que para eso carajos estaban pero él nada; siempre dejando los balcones abiertos para que en medio de la madrugada uno fácilmente pudiera anhelar no despertarse jamás del sueño con algas y corales: el edificio está a menos de una cuadra de las murallas maltratadas por el Caribe Atlántico. Nuestra calle es un brazo de mar.
Las pesadillas de agua y salitre también incluyen balsas neumáticas y cayucos exagerados. Nada cambia: hay pueblos que todavía se lanzan al mar.
Pero siempre estuvo Tamara cerrando puertas y ventanas; Tamara para el pequeño viaje al mercado y hacernos comer caliente; Tamara madre con sus senos redondos del color de la caoba y las costillas lustrosas adivinando un vientre largo y luego el centro del gusto en donde debe guardarse el secreto malgastado por Lenny, mal aprovechado por Lenny, porque él es un niño consciente del mañana. El futuro es un veneno. Lenny como siempre ebrio desde que Tamara nos dejó. Son las ocho de la mañana y el energúmeno me convida la copa de vino; murmullo cualquier cosa sobre un café pero él extiende la mano embotellada sin mirarme y no me queda de otra que apurar un vaso porque el rojo casi se derrama en la alfombra y al sentarme en el asqueroso sofá y mucho antes del trago primero me enfrento al vacío en el fondo de la pared y le pregunto por el televisor pero lo único que hace luego de casi media hora y un sorbo de vino y un silencio es mandarse este ejemplar eructo, acompañado de la carcajada doblada del buen borracho y los dientes separados y babosos y los ojos muy abiertos. Ya estoy totalmente despierto (¿?) cuando me doy cuenta de que desde el asiento puede sentirse la ausencia casi total de los esplendores del apartamento, la ruina de las flores detenidas en la pulpa de lo angustioso, ropa muy ajena, ajada, lejana por el piso como un rompecabezas aliviado, la puerta del cuarto de Tamara clausurada y roja para siempre en la corta travesía, en la concavidad de su ausencia. Le cuesta escribir y cuando lo hace involucra abogados; no cede tan siquiera al fervor de la telefonía celular. De seguro Lenny ya sabe cómo intento comunicarme con Tamara donde quiera que esté pero para nada sirve la clave morse o las formas tradicionales de los apaches; ni my space ni facebook ni la puta nada.
Lenny sirve más vino y se me ocurre (¡!) que de seguro Tamara… la ausencia del televisor… claro, claro me digo, Tamara vino a recoger lo que quedaba de su repertorio, y a afincarse bien en la decisión de dejarnos para siempre, bien rotunda… Regresaría claro está, por el equipo de música y las bragas de arandelas encarnadas que no secaron nunca y se quedaron colgadas y abiertas en el baño chupándose la sal del aire de las heridas de arrecife que gobiernan esta pocilga sin ella. Todas las mujeres son unas putas, completó Lenny, clavando la puerta de Tamara con sus ojos rotos. La puerta de Tamara: unida al resto del mundo por tres bisagras y sin el favor de un llavín; tan sólo el ojo oscuro que en las mejores tardes ellos taparon con otra pieza de su ropa interior; púrpura. Todas las mujeres son unas putas, insistía, sin dejar en paz los ojos en la puerta mientras yo bebía mucho más vino porque había hasta el momento obviado el tema del televisor para no delatarme [¿era ella? ¿era definitivo? ¿era letal? ¿era un adiós?]. Regresé, henchido de cordura, a proponer el café negro pero nada más hice balbucear la palabra RESACA cuando me pidió que por favor me moviera a su lado opuesto y se me revela, en ese instante, la incomodidad que sentía en el coxis: nada menos que la pistola de Lenny, opaca; sí, la pistola y yo de lo más qué sé yo creyendo, Estoy sentado sobre el control del televisor y ella va a fókin regresar porque lo necesita, porque los mandos universales cuestan una fortuna; ela vai voltar para ficar com você. Compuse esa oración con fuerza tanto para que en verdad se cumpliera el ansia del retorno pero también para sacarme de encima el sabor a cobre de la mágnum que Lenny sujetaba ahora con el rostro desolado; se dejó ir hacia dentro del mueble y el cuerpo de mariapalito se torció en un ángulo de cuarenta y cinco y se dejó tragar mirando a la puerta de Tamara sellada de frágil rojo; la puerta, devolviéndole, roja, la mirada de ausencia. No pude nunca mirar hacia esa puerta porque ya era suficiente el imaginármelos armando sus piruetas de sabores; pensar en el sudor que no se detenía en las caderas de ella, poco proporcionadas, pero suficientes para dormir; encontrar en la tersura de sus nalgas la vibración perfecta de un barril de Mayagüez; el sexo del que se habla a lo íntimo, sin palabras, seduciendo.
Lenny se limpió el rayo de llanto y moco que le partía la nariz con la misma mano del arma que maniobró hasta sacar el peine, poniéndome en claro sobre lo que siempre evité reconocer: Tamara no volvería. Nos quedábamos solos; hermanados en esa suerte de tensión sorda y enana; el enfrentamiento cobarde entre Goliat y Goliat. Sin decir palabra reafirmó el absurdo vaciándole el peine a la pistola, contando las balas que caían en la alfombra plagada de colillas, tres latas de cerveza, medio hot dog reseco y el montón de dimebags. Tú sabes cuántas balas tiene el peine de una mágnum (¿¡!?) Iba a decir algo pero para qué. Así que cuando insistió en su argumento escupiendo el glande de la última bala, le dije Lenny, por tu madre… y ahí de nuevo me arrebató con la carcajada del néctar de la derrota y ahí la arteria del miedo me reajusta las vértebras, mientras él se arranca en una clase de balística, porte y tenencia de armas de fuego. No sabes de armas pero sabes de matemáticas, dijo, y otra vez los dientes separados, la lengua ennudándose, estropeando cada palabra. Si el peine coge tantas balas y quedan tantas en la alfombra, cuánto es tanto menos tanto… Y el recuerdo del conteo de hace poco regresaba como una melodía que los dedos torpes no consiguen memorizar para el teclado. La casa se estremece bajo una certeza de pólvora que se frota por las cuatro paredes y miro por fin hacia la puerta cerrada y veo la sangre; la sangre marcando un sinuoso compás por debajo de la puerta hacia la inmundicia de la alfombra… El secreto de la bala única que aguarda en el cielo de la boca de la mágnum. Quiero soñar que abro definitivamente la puerta; que soy arrancado del cansancio; que ella no regresó nunca para justificar sus razones; que él supo rogarle y pedirle que se quedara; quiero despertar y entrar a la habitación imaginada y tropezarme con el pecho abaleado del maleante que descubrió el secreto de los balcones abiertos de par en par y vio que era bueno, y se trepó para afanarnos el televisor y al regresar por el equipo de sonido, bang.
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