Por Bruno Soreno, escritor boricua.
Igualito a una Slasher-Gore B Movie de los ochenta, el hombre-monstruo sale del baño de la casa a devastar. En la mano derecha, empuña un “dispositivo incendiario” (eufemístico y poco terrorífico nombre para un encendedor). En la izquierda, lleva un recipiente con “líquido acelerante” (eufemístico y poco terrorífico nombre para un galón lleno de kerosene, maravillas de la prensa boricua de querer disfrazar la atrocidad a fuerza de tecnicismos inútiles, entiéndase CSI, P.R). El monstruo-hombre se dispone a interrumpir groseramente la fiesta familiar que él mismo convocó. Era una fiesta de cumpleaños, apuesto que con bizcocho y todo. ¿Los invitados? Sus padres, su hermano con la ex de este último, sus sobrinos, la novia de uno de estos. ¿Modo de la descortesía? Rociar a la concurrencia, “carne de su carne” como se dice, con el “líquido acelerante” y activar el “dispositivo incendiario” a la salida de una manga conectada a un tanque de gas propano (¿arma de destrucción masiva? Echo de menos un eufemismo.) ¡Fum! En boricua: aquel cabrón le pegó fuego a to’el mundo allí. Hasta el perro, acaso. Hasta a su madre, literalmente. Imagino que el hombre-monstruo, en su gesto pirotécnico, logró prender las velitas del bizcocho. Sé que nadie pudo soplarlas, pero también sé que al monstruo-hombre se le cumplió un deseo.Aniquilar a gran parte de su parentela. También sé que el susodicho cumplirá años, muchísimos años o pocos, los que le queden de vida, tranquilo o en el terror, en una jaula. La mayoría de los presentes en esa cena macabra no cumplirán años nunca más. Pero las muertes no ocurrirán de golpe: igualito que una película de miedo cool de los dosmiles, la gente se va muriendo rigurosa y aritméticamente, uno por día todos los días, como por designio de una maldición (Final Destination anyone?) o como en una ópera orquestrada por un director satánico. Una película de horror y sus secuelas, una secuela diaria, una muerte (Flaming New Year 1, 2, 3, 4, 5….) . No hay que recalcar que las secuelas son una cualidad intrínseca del género. Wes Craven paliderecería.
Aunque lo parezca, el interés de esta nota no es de índole moral. A esta nota poco le importan los destinos (algunos sabidos, otros ignotos) de los personajes de esta historia. La quijada reposando en el pecho, los ojos grandes grandes que se escapan de sus órbitas, las cejas arqueadas hasta tocar el techo, la aspiración fuerte, súbita y sonora ante el hecho, el estupor. Todas estas manifestaciones corporales, signos materiales de un lenguaje involuntario que predata los lenguajes “naturales” siendo más natural por mucho que estos últimos (síntomas todos estos de la experiencia del asombro horrorífico, pero fácilmente provocadores de la carcajada, ridículos todos ellos sacados de contexto) son muestras de una moral del cuerpo que encuentra innecesaria su articulación en palabras, su enunciación. No es necesario explicitar demasiado la moral: el cuerpo la conoce. Qué hacer con ella implica otros veinte pesos. Escribir es un acto (casi siempre) voluntario. Los gestos anteriormente mencionados no lo son. Del sistema simpático, involuntario, al sistema parasimpático, perteneciente a la voluntad, un paso, un universo es.
Entonces, el objetivo de esta nota no será proponer un argumento moral, sino hacer un comentario de índole estético. La experiencia real, lo que verdaderamente paso allí es, no hay que decirlo, inenarrable. Habría que aclarar: acaso es una experiencia narrable (primero pasó esto, después el tipo hizo esto, después aquella gritó etc.) pero no es comunicable. uún para los sobrevivientes si los hay. A nivel de los sentidos: ¿cómo comunicar el apropiado y festivo olor a carne asada que debía cundir allí, mezclado con los efluvios del gas y el keroseno, ese coctel fatal? ¿Cómo expresar, imitar, describir los gritos familiares, como distinguirlos del propio grito? ¿Cómo transmitir la sensación de la carne chamuscándose, como atreverse me quemo, me estoy quemando, esa es mi madre ardiendo y yo, ese olor a lechón asado soy yo, mi sobrino y yo, mi novia y yo me huelo yo, me oigo yo, me quemo? Nada de moral, sépase: pura fenomenología.
En esa imposibilidad de la experiencia que se sospecha radica lo sublime, más allá del dolor, más allá del sufrimiento, más allá de toda moral. O acaso lo contrario, habría que fundamentar una moral en la experiencia imposible de lo sublime. El cuerpo reconoce esta posibilidad, la expresa en la ambigüedad de sus gestos ante lo atroz. El mismo gesto ridículo y digno a la vez, solidario a la vez, demasiadamente humano a la vez Gestos grotescos pero sobrecargados de moral. Porque es que estamos más allá, en un sobremundo de lo atroz. Cadáveres de pie, cadáveres motorizados, maniquíes de carne que voltean la lógica de la representación (un cuerpo que imita a un maniquí que imita a un cuerpo), taxidermias inauditas, casos de sin resolver de niños muertos dónde la lógica más mínima señala a los responsables convertidos en historias locked room mystery de Sherlock Holmes, la orquestración en el tiempo de el evento hiperreal de la muerte en episodios sucesivos, el lenguaje prestado de la ficción para nombrar lo demasiado real de la muerte, los números que no mienten pero desaniman (¿o animan? Los números como game show caligari: ¿cuántos muertos van? ¿rompimos el récord del año pasado? ¿no? ¡Coño, por poquito! Pero este año empezamos con buen ritmo, ya van tantos más que el año pasado a esta fecha. Este año dios mediante rompemos record. ¡Carajo, van ocho fucking días!), la muerte como espectáculo, como película mala, la muerte, la muerte. Qué vergüenza.
El hombre-monstruo lo único que tiene de monstruo es el alma. Las enfermedades del alma son las más patógenas, las más contagiosas. Encuentro en el vocero del cinco de enero una caricatura en la página 20. “Doña Violencia está de plácemes” dice el título. Una señora de mediana edad, un poco obesa pero voluptuosa, curvosa podría decirse, se lima las uñas. Lleva un traje negro muy ajustado y corto. Lleva un collar de perlas negras. Lleva verrugas en su nariz enorme, como una bruja. Sería fantásticamente cómica la caricatura si su titulo dijera: “Tu suegra”. Pero ella es Doña Violencia. Alardea de sus hazañas en el año anterior y el principio del vigente. Lejos está esta figura de la muerte esquelética y encapuchada, aquella que portaba una guadaña para segar las vidas de los mortales, aquella que ni se alegraba ni se entristecía de su monótono trabajo, y era por lo tanto más terrorífica, por menos humana. Doña Violencia está simpática, casi seduce. En la página 7 del mismo periódico misma fecha leo el siguiente titular: “Por poco imitan desgracia”. Se refiere a que un tipo le pegó fuego a la casa de su hermana remedando al hombre-monstruo, némesis celebridad que ya tiene su primer imitador. Mimesis. ¿No escribí arriba que esto era sólo una cuestión de estética? También escribí que las enfermedades del alma son las de más suceptible transmisión.
Y sigue el contagio.
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